Lo que usted encontrará en estas páginas son documentos históricos del período, sus transcripciones textuales y comentarios con citas y notas para comprenderlos mejor. Lea aquí la historia del peronismo que se oculta, se niega o tergiversa para mantener un mito que no es.

Contenidos

TENGA EN CUENTA: Que vamos publicando parcialmente las transcripciones a medida que se realizan. El trabajo propuesto es ciertamente muy extenso y demandara un largo tiempo culminarlo. Por eso le aconsejamos volver cada tanto para leer las novedades.

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El Dictador


EL DICTADOR
(*)


Sus antecedentes personales.

Casi se podría establecer como una ley de la historia que los dictadores y tiranos caen sobre los pueblos en sus horas de más graves conmociones y crisis. El desorden institucional, la guerra civil, la amenaza exterior, la miseria colectiva, la corrupción social, pueden en determinadas circunstancias explicar la aparición de un “hombre fuerte” que con poderes más o menos absolutos, domine a su país durante un largo período de su vida. Lo inexplicable, lo monstruoso, es que se establezca una dictadura en tiempos de paz y de prosperidad, sin causas inmediatas que la justifiquen ni antecedentes valederos que la hagan prever.
Tal es lo acontecido en la Argentina entre 1946 –o si se quiere, 1943- y 1955.
En 1943 la situación de nuestro país era, en lo económico, extraordinariamente próspera. Mientras las más grandes naciones del mundo se desangraban, destruían y empobrecían en una guerra implacable, la nuestra, neutral en la contienda y alejada de los campos de combate, se había enriquecido con la exportación no sólo de sus productos agropecuarios sino también de artículos elaborados. Había reducido sus importaciones y acumulado cuantiosas divisas extranjeras. Había ocupación plena y el costo de la vida era moderado.
En lo social, un conjunto de leyes dictadas en el curso de cuarenta años, habían mejorado considerablemente la situación de los trabajadores, y si bien es cierto que aún era posible acrecentar tales beneficios –siempre lo es en cualquier país en franca evolución-, nada impedía el progreso económico y social de los más capacitados.
En lo político la situación no era tan halagüeña. El fraude y la propensión a la antidemocracia habían burlado la voluntad de la mayoría y preparado la evolución hacia las formas totalitarias. Si se justificaba la disconformidad ciudadana con las viciosas prácticas electorales no era admisible un alzamiento armado –remedio extremo sólo legítimo en casos desesperados-, y menos todavía para propiciar un cambio en la estructura política de la Nación. Tales vicios podían desaparecer en tiempo breve, como el fraude había desaparecido treinta años antes con la sanción de la ley Sáenz Peña, y como era previsible que se debilitaran las ideas antidemocráticas si las naciones que las sostenían fueran vencidas en la guerra que ya llegaba a su fin.
En tales circunstancias se produjo la revuelta militar del 4 de junio de 1943, de entre cuyos promotores surgió el dictador.
El país lo ignoraba en absoluto. Solo se tenía noticia de él en los medios castrenses. En la Escuela Superior de Guerra, y, posteriormente, en la Escuela de Guerra Naval, había ocupado varias cátedras. Exponía con discreción nociones recogidas en ajenos libros, repetidos luego –a veces sin variar mucho los textos originales- en algunos que llevan su nombre de autos. Por algún tiempo había sido agregado militar a la embajada argentina en Chile, y poco después en Italia durante el transcurso de la última guerra.
El pueblo ignoraba por completo sus antecedentes. Cuando a mediados del 43 se difundió su nombre, algunos creyeron recordar que en la “semana trágica” de enero de 1919 había cargado sobre una comitiva de obreros huelguistas el trance de enterrar las víctimas de recientes refriegas. Otros mencionaban su actuación entre las fuerzas militares que el 6 de septiembre de 1930 se alzaron contra el presidente Hipólito Yrigoyen y le obligaron a dimitir (1) Pero en realidad, pocos estaban seguros de la veracidad de tales hechos.
Su nombre no había figurado entre los que se habían hecho públicos de los jefes y demás visibles actores de la revuelta del 4 de junio, aunque había intervenido activamente en el GOU, la logia de oficiales que derrocara al presidente Castillo.
Al constituirse el gobierno surgido de aquel movimiento, no se le había dado ningún cargo de importancia política, apenas el de jefe de la secretaría del Ministerio de Guerra, cuyo titular era el general Farrell, su amigo y compañero en una guarnición de Mendoza.
No tardó en saberse, sin embargo, que tras de las principales figuras de ese gobierno movíase un coronel de influencia decisiva en la resolución de muchos asuntos. Su nombre comenzó a circular desde entonces por muchas partes. Nadie sospecho, empero, que ese nombre –Juan Domingo Perón- obsesionaría poco después a todo el país, inquietaría a los vecinos y preocuparía a los restantes de América. Y que se vincularía para siempre a uno de los períodos más discutidos de nuestra historia institucional y política.
En 1943 era cauteloso, por temor acaso o tal vez por prudencia. Conocía perfectamente las escasas condiciones políticas de la mayoría del nuevo equipo gobernante; lo sabía sin otra orientación que la dada por el espíritu de cuerpo, el nacionalismo agresivo y la confianza ilimitada en el poder germánico. A su tiempo sería reemplazado. Entretanto, érale preciso mantenerse en el puesto que le había asignado, aunque fuera de segundo plano, para saltar al primero oportunamente.
Tenía trazado un plan. El motín militar del 4 de junio había cumplido su propósito con solo evitar el posible cambio de nuestra política internacional. La proclama de los revolucionarios no mencionaba ningún fin de carácter social y económico, pero a mediados del siguiente julio el coronel, hasta entonces silencioso, afirmó que lo tenía, porque sin contenido social la revolución sería “totalmente intrascendente” (2).
En base a ellos, solicitó al presidente provisional, general Ramírez, le confiara el antiguo Departamento Nacional de Trabajo, repartición de importancia escasa cuya dirección no ambicionaba ningún político de categoría.
El pedido debió sorprender a la gente de gobierno que no había pensado ni deseaba nada de eso, y que en todo caso no creía posible realizar cambio alguno fundamental desde el inoperante Departamento. Se lo dieron. A poco de nombrarlo, propuso la transformación del mismo en un organismo que denominó Secretaria de Trabajo y Previsión, a la que se dio categoría de ministerio. Comenzó a ejecutar entonces el proyectado plan de “atraer” al pueblo, enunciado en el documento que se declaró apócrifo. Ya llegaría el momento de hacerlo “obedecer” (3)


Su concepto de la conducción política.

Se sentía “conductor”, o por mejor decir, “conductor político”. Como militar había aprendido y enseñado la teoría de la conducción de ejércitos, como observados y estudioso de los regímenes de fuerza había asimilado también el modo de hablar a las masas, de seducirlas, de exaltarlas, de dirigirlas y de someterlas. Pero el conductor, según él mismo decía, nace, no se hace. Y él, de acuerdo con su propio sentir, había nacido conductor, uno de los más grandes conductores de la historia.
Ególatra y narcisista, actuaba y se veía actuar con íntima complacencia. Necesitaba hablar de sí mismo, aunque con frecuencia no empleaba el “yo” –odioso, según Pascal-, sino, con fingida modestia, el plural “nosotros” que servía para complacer a quienes le seguían; “Nosotros hemos hecho… Nosotros hemos pensado… Nosotros hemos conseguido…”
En un determinado momento creyó oportuno revelar su doctrina y práctica de la conducción política. Fue hacia 1950. Sus charlas, recogidas en un volumen en 1951, nos ilustran sobre sus métodos de captación y dirección de las masas, que los boquiabiertos oyentes debían asimilar para ayudarlo en la empresa. Trató en ellas de los “elementos de la conducción política”, de las “características de la conducción moderna”, y de la “teoría y forma de la conducción”, del método en la misma, del “conductor”, de las “formas de ejecución”, etcétera. Su maestro era Napoleón, no el gran guerrero triunfador en casi todos los campos de Europa, sino el audaz del 18 Brumario, el inescrupuloso que mandó matar al duque de Enghien, el déspota que torció la revolución de que había surgido.
Al comenzar sus clases anunció que hacía “un análisis de las causas por que hemos triunfado nosotros, y por que triunfaron los grandes conductores de la historia”. Su fin era el éxito; si se lo alcanzaba, la conducción era buna; si no, era mala. Hasta entonces lo había logrado; eso lo envalentonaba, y con delirante suficiencia hacía doctrina de su buena suerte. Ni más ni menos que el jugador presuntuoso que, luego de una noche afortunada, “sabe” cómo se gana en la ruleta.
Su idea esencial era de formar “una masa disciplinada, inteligente, obediente y con iniciativa propia” (4). Y aclaraba que “cuando esa masa no tiene sentido de la conducción y uno la deja de la mano, no es capaz de seguir sola y produce los grandes cataclismos políticos. Así fue –añadía- la revolución del 6 de septiembre. Perdió el conductor y la masa misma de alzó contra él y lo echó abajo. Era una masa inorgánica, que no estaba preparada para ser conducida”. Pensamiento que no se diferencia nada del que sirve para la doma de caballos. También estas pobres bestias deben tener sentido de la conducción, ser disciplinados y obedientes, y si el caso llega, tener la iniciativa de seguir solas, arrastrando su carga sin dañar al amo.
Su propósito se concretaba en pocas palabras. “Muchos dicen: el pueblo está hoy con uno y mañana con otro. Hay que preparar al pueblo para que esté con una causa permanente. Si no tiene causa hay que crearla” (5).
El pueblo de 1943 no tenía causa alguna porque no la necesitaba. A diferencia de la Italia triunfadora en la primera guerra mundial pero defraudada en Versalles, y de la Alemania derrotada en la misma contienda, el pueblo argentino no tenía agravios contra ningún país extranjero ni contra ningún sector interno; tampoco sufría de desocupación forzosa. ¿Qué causa habría de seguir, por lo tanto? Las menudas diferencias de opinión, de simpatías o de intereses, orientaban a la minoría hacia los diversos partidos políticos; la mayoría era independiente o indiferente, y no se contrariaba en exceso por el fraude con que los sucesivos gobiernos decidían a su favor las contiendas electorales.
Si la causa no existía, había que crearla. El control adueñado de la Secretaría de Trabajo y Previsión la halló, por lo pronto, en la justicia social. Más tarde la completó con otros dos postulados: la soberanía política y la independencia económica. Todo eso era muy simple, pero el coronel pensaba que “la primera regla de la organización es la simplicidad”.
Además era nuevo. Por alanzar la justicia social había luchado desde su fundación en 1897 el Partido Socialista; también, poco más o menos desde la misma época, el Partido Radical, y aún otros de caudal más reducido. Las leyes para humanizar el trabajo y procurar la previsión habían sido apoyadas por los sectores conservadores, sin cuyo voto no hubieran podido ser sancionadas. Cuarenta años antes de que el coronel puesto en trance de comenzar su carrera de conductor político hablara de problemas sociales, Joaquín V. Gonzalez, el gran ministro del presidente Roca, es decir, del más representativo jefe de la que luego se llamó “oligarquía”, elaboró y envió al Congreso un admirable proyecto de ley nacional del trabajo que, por desgracia, el cambio de gobierno impidió sancionar. Nadie de oponía, en efecto, a la justicia social, y si la legislación pertinente hallábase algo atrasada con respecto a muy contados países, teníase el convencimiento de que se la perfeccionaría de acuerdo con el espíritu justiciero de la Constitución.
El coronel que jamás se había preocupado de tales problemas, de pronto se convirtió en su descubridor. También él, como el personaje de un gracioso monólogo, había descubierto el paraguas. Mejor dicho, había hallado el modo de vender el viejo paraguas por medio de la publicidad. La justicia social, sostenida y en parte lograda por los partidos de antigua raigambre, comenzó desde entonces a ser manejada por la propaganda. Empezaba a cumplirse el plan “apócrifo”, hecho circular en los cuarteles pocos meses antes.
En otro capítulo de este libro trataremos de la “política social” de la dictadura. No debemos adelantarnos a analizar en este lugar. Sólo nos corresponde señalar aquí que ese postulado, más que los otros dos, sirvió para sembrar el odio, dividir al país y afianzar el despotismo.
En una de sus lecciones el dictador ha explicado cuál fue su sistema de captación y reclutamiento de masas, iniciado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. Más adelante nos referiremos a él, Por el momento conviene destacar algo importante, logrado por aquel a podo de aplicar tal sistema: “Mandar sobre el corazón de los hombres” (6).
Tampoco en esto hacía un descubrimiento, pero lo cierto es que esa cosa sabida por todos nuestros caudillos, había dejado de practicarse desde la desaparición de estos. Los políticos modernos suelen creer que los hombres se mueven por ideas e intereses. El coronel que aspiraba a la presidencia percibió lo que aún hay de primario en nuestra formación política y espiritual, y sobre eso actuó perfectamente.
“Para conducir a un pueblo, la primera condición es que haya salido del pueblo; que siente y piense como el pueblo, vale decir, que sea como el pueblo” –dijo también el dictador- y agrego: “Si no fuese por cualquier circunstancia, debe asimilarse y sentirse un hombre del pueblo” (7).
Antes que él, Rosas había pensado lo mismo. Al agente oriental don Santiago Vázquez, le decía: “Usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores. Me pareció, pues, muy importante conseguir una influencia grande sobre esa gente para contenerla, o para dirigirla, y me propuse adquirir esa influencia a toda costa; para eso me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto ellos hacían, protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su concepto” (8).
Sea como fuere, lo cierto es que si bien no creó ninguna receta para triunfar como conductor político, supo aplicar las ya conocidas, hasta que el pueblo no creyó más en ellas.


Su visión del pasado histórico.

En el corazón de los hombres hay de todo: bondad y lo contrario, abnegación y egoísmo, amor y odio, simpatía y resentimiento.
El dictador decía que el odio había sido el factor de separación y destrucción de los argentinos y que él se proponía unirlos por el amor. “Esta unidad ha de traducirse, en primer término, en unidad social y en unidad gremial, que son los verdaderos fundamentos de unidad de las masas”.
Pronto advirtió que para moverlas tras de una causa, érale necesario excitar su posible disconformismo y provocar su resentimiento. Cuando reclamaba justicia social, les decía que hasta entonces habían vivido explotados por el capitalismo deshumanizado; cuando exigía soberanía política, procuraba convencerlos que los “vendepatria” la habían entregado a la codicia de los imperialismos foráneos; cuando proclamaba la independencia económica, quería hacerles creer que así nos liberábamos de un ominoso colonialismo.
Trazó, de tal manera, un cuadro pavoroso de nuestro pasado histórico. No le creyeron en un principio, pero tantas veces y de tantas maneras lo dijo, que acabaron por admitirlo. País alguno de la tierra había sido, como el nuestro, tan vilmente gobernado por una oligarquía rapaz. Si a comienzos de su primera presidencia reconocía que, aun después de las guerras de la emancipación, habían actuado “con brillo, con eficacia y con patriotismo muchos hombres públicos que han merecido la gratitud de la Nación” (9), no lo aceptó después, y también sobre ellos cayó su indiscriminada sentencia condenatoria. Todos habían entregado nuestro patrimonio nacional, todos habían desoído el clamor del pueblo por una mayor justicia, todos habían obedecido las instrucciones impertidas desde el exterior.
La consecuencia de esa prédica fue, en primer lugar, el recelo de las masas con respecto al pasado nacional, y por lo tanto la ruptura del vínculo existente entre las sucesivas generaciones argentinas, y en segundo término, la oposición a los restantes sectores del país. La desunión, por lo tanto, o sea todo lo contrario de lo que su ideario político decía perseguir.


Su doctrina.

Durante doce años, casi diariamente, se oyó la voz del dictador adoctrinando al pueblo. Los otros –Mussolini o Hitler, por ejemplo- no lo hacían con tanta frecuencia. No les era menester. Italia y Alemania vivían después de la primera gran guerra en un anómalo estado espiritual del que aquellos eran intérpretes. Señalárselo al pueblo apenas les era necesario. Esos países estaban realmente enfermos y de sobra lo sabían. El nuestro, en cambio, no lo estaba; por eso había que convencerlo de lo contrario en un empeño de persuasión que Perón nunca dejó de ponderar.
Hablaba a las masas sin elocuencia, pero con habilidad. La cátedra lo había disciplinado para la exposición clara y metódica, al alcance de las mentalidades más simples. Aprovechó esa práctica en la oratoria política que inició con los pequeños grupos de militares que constituyeron el GOU y continuó con las reducidas delegaciones obreras convocadas en los tiempos iniciales de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Lo mejoró después ante las grandes masas; la hizo lacrimosa y sentimental en la noche del 17 de octubre de 1945, desafiante en varios actos de su primera campaña presidencial, chabacana cuando aludía a sus más notorios opositores, iracunda cuando tenía miedo, histórica cuando fingía renuncias que no pensaba hacer efectivas. Al final de su gobierno había dado ya todas sus notas, y no sorprendía sino por la creciente falta de dominio sobre si mismo.
Con ese modo de hablar campechano y confianzudo conseguía efectos superiores a los de la oratoria caudalosa, arrebatada o elocuente de los políticos opositores. Decía lo que cada uno de sus oyentes más simples hubiera dicho en caso de tener facultades de lenguaraz.
Lo que llamó luego su “doctrina” y explicó en infinitas disertaciones, era un elenco de trivialidades y lugares comunes harto conocidos, ordenado para el fácil entendimiento de las multitudes. Explicó a éstas lo que era la justicia social, la independencia económica y la soberanía política, como altos fines no logrados hasta que él los enunciara y alcanzara. En torno a cada uno de ellos fue tejiendo sus frases de tono sentencioso, fáciles de asimilar y repetir, y que, por si acaso, la propaganda difundida hasta que penetraran en todos los entendimientos y quedaran en todas las memorias. Una síntesis de ellas fue impresa en cientos de miles de ejemplares, y traducida a varios idiomas pretendió llevar al extranjero la esencia de su pensamiento.
Algunos de los enunciados de esa doctrina fueron introducidos en la reforma constitucional de 1949, tales como los que se llamaron “derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad y de la educación y la cultura”, conjunto sin igual de simplezas, cuando no de facultades que permitieron la expoliación.
“Doctrina de amor” llamó el dictador a la suya, pero años después, ya en pleno delirio de mando y poder, anunció que su defensa encendería la más grande hoguera de que se tuviera memoria.
A pesar de su empeño en difundir la tal doctrina, no logró que le creyeran sino los espíritus más simples. Por lo pronto, casi la mitad del país de fue en todo momento decididamente contrario. De la otra mitad, la gran mayoría simuló, por miedo, debilidad o conveniencia, una adhesión que no sentía. El dictador lo comprendió así, y contra ella, que sabía reacia a su captación dijo con frecuencia sus palabras más duras: era la de los “infiltrados”, la de los “aprovechadores”, “las de los malos peronistas”, tan despreciables para él como los que se decían independientes. “A esos, no los vamos a captar nunca –afirmaba-: son como la bosta de paloma, que no tiene ni bueno ni mal olor” (10).


“La Señora”.

Después de varios años de adoctrinar a las masas y de esforzarse en organizar su partido, advirtió el dictador que no había conseguido ni lo uno ni lo otro. “Una fuerza política no se organiza en cinco años –dijo en sus lecciones sobre conducción- porque la tarea de persuasión, de educación, de infiltración de la doctrina en el espíritu de los hombres no puede realizarse en tan poco tiempo. Menos aún si los hombres que llegan al peronismo han venido de distintos lugares, de distintas direcciones, con distintas orientaciones. Debemos hacer – agregaba- que se vayan olvidando de las antiguas creencias y doctrinas y vayan asimilando las nuevas. Eso es obra de generaciones”. Confiaba para eso en los niños y jóvenes, cuya educación tendenciosa analizamos en otro lugar de este volumen.
Entretanto comenzó a actuar sobre las mujeres. Tradicionalmente la mujer argentina se había desentendido de la política, a la que consideraba quehacer de hombres, como la milicia y el sacerdocio. Las ideas a este respecto habían cambiado en el mundo desde que las primeras “sufragistas” inglesas reclamaron su derecho a participar en las contiendas cívicas. Esas ideas habían penetrado en todos los países, y entre ellos en el nuestro, de modo que por necesaria influencia de las mismas no podía ser postergada la concesión del sufragio a las mujeres argentinas.
El dictador aprovecho la propicia coyuntura, “Si con el voto de los hombres hemos ganado enormemente, con el voto de las mujeres ganaremos mucho más aún”, expreso en vísperas de su segunda elección.
Tenía a su lado desde los comienzos de su vida pública, una extraña mujer, distinta a casi todas las criollas. Carecía de instrucción, pero no de intuición política; era vehemente, dominadora y espectacular. Su primera juventud había sido difícil, hasta que el azar la acercó al coronel ambicioso que se unió a ella. Comenzó así una colaboración sin parecido alguno en la historia, aunque sólo parcialmente pueda asemejársela a muy pocos casos, entre los cuales se menciona el de Juan Manuel de Rosas y su esposa doña Encarnación Ezcurra.
No es fácil saber con precisión lo que cada uno de aquellos creó en la común dictadura. Ella recibía ideas, pero ponía pasión y coraje. El dictador simulaba muchas cosas; ella, casi ninguna. Era una fierecilla indomable, agresiva, espontánea, tal vez poco femenina. La naturaleza la había dotado de agradables rasgos físicos, que acentuó cuando la propicia fortuna le permitió lucir joyas y vestidos esplendorosos. Desquitábase así de la propia miseria no olvidada, de sus recientes frustraciones de artista inadvertida y sin porvenir. Para lo que aquí tratamos eso interesa poco. Lo que debe señalarse, en cambio, es la atracción y a la vez la repulsión que esa mujer ejerció en la vida pública de nuestro país durante seis o siete años de la dictadura. Hubo un momento en que pareció triunfadora sobre todos sus enemigos; fue cuando la CGT lanzó su nombre como posible integrante de la fórmula presidencial. Pero eso duró pocos días. Se produjo entonces su “renunciamiento”, impuesto por factores no del todo conocidos. Su muerte temprana evitó al país más graves perturbaciones
Eva Perón fue el más extraordinario elemento de propaganda que tuvo el dictador. Su fuego íntimo, su decisión en los momentos difíciles, su actividad inagotable, y también su decisión por toda forma convencional en lo social y en lo político, sirvióle para someter voluntades esquivas, mantener permanente contacto con las clases populares, organizar la rama femenina del “movimiento”, excitar las multitudes, crear y acrecentar rencores, y sobre todo exaltar su nombre y su obra en todo lugar y momento. Su misión no era la de persuadir sino la de promover la acción, de encender las pasiones, de disponer las venganzas. Acaso era sincera, porque sus escasas dotes de comediante no le hubieran permitido simular tan hábil sentimientos que no tuviera.
El dictador dejaba hacer a “la señora”. Sabía que sus arrebatos convencían a las gentes primarias más que sus propios discursos de adoctrinamiento; que llegaba al corazón de los humildes más que él. No le inmutaban sus palabras de admiración delirante a su persona porque le servían ante el pueblo. “Perón es un meteoro que se quema para alumbrar su siglo”, decía a los más simples: “no es un político, es un conductor, es un genio, es un maestro, es un guía, no ya de los argentinos, sino de todos los hombres de buena voluntad. Nuestro líder –agregaba- ha venido a realizar, en esta hora difícil de la historia de mundo, los sueños y esperanzas de todos los pueblos de todos los tiempos y de los genios de todos los siglos. Nosotros no queremos comparar a Perón con nadie. Perón tiene luz propia. Es demasiado grande, y a nuestro conductor ya no podrá molestarlo la sombra de ningún gorrión”. El dictador escuchaba todo esto con pasmosa tranquilidad. Carecía del sentido del ridículo, tan propio de los argentinos; carecía también de modestia, aunque repetidamente la simulaba.
Un buen día “la Señora” creyó oportuno explicar “la razón de su vida”. Llamó a un periodista español, Manuel Penella de Silva, le hablo sobre su “misión”, y el hábil escriba compuso con esos datos el libro que más amplia tirada alcanzó en nuestro país (11). Se impuso su lectura en escuelas y colegios y su texto fue obligatoriamente comentado por los alumnos. Los gremios, clubes y entidades de toda especie debían adquirirlo. No pasó mucho tiempo sin que se pretendiera considerarlo como la obra cumbre de nuestra literatura, con mérito suficiente para que su “autora” pudiera pretender el premio Nobel. La propaganda del régimen lo aprovecho al máximo, sobre todo el dictador. Para cuya glorificación fue escrito.
Eva Perón sirvió para crear el mito de Perón; luego se creó, con apoyo de Perón, el mito de Eva. Sobre los mitos en la conducción política no habló el dictador en las clases que hemos mencionado, como tampoco habló de sus oscuros métodos de dominación y represión. Eso queda para la historia y para la psiquiatría. El mito de Eva comenzó con su patético “renunciamiento” y se acentuó cuando el Parlamento sometido la proclamó “jefa espiritual de la Nación”, y muy poco después cuando resolvió erigirle un monumento.
Para entonces, sus días estaban contados. Colmada de halagos, con un ascendiente político como ninguna mujer tuvo en nuestra tierra y poquísimas en el extranjero, sintió en plena juventud que la muerte se le aproximaba. El homenaje debía distraerla de su trágico destino y servir a la vez para una colosal propaganda.
“En esos instantes de grandeza argentina –dijo la legisladora que fundó el proyecto-, en que está palpable la obra de Eva Perón, lo póstumo sería un agravio. Queremos levantarle un monumento en vida; queremos verla y que ella se vea perpetuada por nosotros, presente y eterna, contemporánea y ya posteridad”.
Cinco largas sesiones consecutivas fueron dedicadas a ese descomunal homenaje, en el cual no intervinieron los diputados de la oposición. No nos referiremos a los discursos que en esa ocasión de pronunciaron. El lector presume lo que entonces pudo decirse no solo sobre la persona a quien se glorificaba, sino acerca del dictador, puesto que todo homenaje debía comenzar y terminar con la exaltación de su nombre y de su obra.
Jamás vio nuestra ciudad ni verá en lo sucesivo un espectáculo semejante al del interminable velatorio y espectacular acompañamiento de los restos de Eva Perón hasta la sede de la CGT donde debían depositarse. El dictador aprovecho de ellos cuanto pudo. Rosas había hecho lo propio con los funerales de doña Encarnación, pero el primer tirano no conocía como el segundo la técnica de la propaganda política, desarrollada en nuestro siglo por los dictadores europeos. No nos corresponde narrar ese espectáculo, vivo aún en el recuerdo de cuantos lo han contemplado. La historia apreciará debidamente su significado con respecto a las dos figuras centrales de ese episodio y a las masas que las rodearon.
Después de la muerte de “la Señora”, la rama femenina del peronismo no halló quien la sustituyera, tampoco, se animó a imitarla. No era posible, y en todo caso hubiera necesitado la ayuda del dictador. Hubo sin embargo, una extranjera estrafalaria que por un instante quiso intentarlo. Fue Josefina Baker, aquella que treinta años antes despertara la turbia sensualidad de las grandes capitales, y que ya venida a menos, reapareció en Buenos Aires dispuesta a correr una aventura política. Perón la consideró “huésped oficial” y ordenó que se le facilitara cuanto pidiera en sus andanzas de agitadora social por algunos pueblos vecinos a Buenos Aires. A ellos fue la Baker acompañada de una estrepitosa “claque”. Se entrometió en los hospitales, asilos, manicomios, revisó los alimentos y vestimenta de los internados, gritó, protestó y amenazó en un idioma apenas inteligible. No se sabía qué hacer con ella, puesto que tenía el apoyo del amo. Como su actuación excediera lo tolerable, el ministro de Salud Pública, Carrillo, escribió una larga carta al dictador detallando las andanzas y escándalos de su desorbitada propagandista. “Debo hacerle saber que terminará por sublevarse los hospitales de tuberculosos, donde basta media palabra de disconformidad o apoyo exterior para que las cédulas comunistas de estos establecimientos entren en acción, lo que no ocurría entre los locos ni entre los leprosos” “Estas dificultades –seguía diciendo el ministro- comenzaron el maldito día en que tuve la peregrina idea de decir que en la Argentina no había problemas de negros, ya que los únicos eran algunos ordenanzas del Congreso, ella y el subscrito”.
Después de este esporádico caso de delirio proselitista no hubo otros en que el ejemplo de “la Señora” pudiera ser imitado. Las mujeres que quedaban y estaban dispuestas a trabajar por el “movimiento”, se redujeron a las actividades de las unidades básicas, y las más estentóreas a gritar en las concentraciones públicas.


La autoglorificación.

Fácil es que las palabras mueran en la memoria. Las que los partidarios del dictador y “la Señora” decían incesantemente en todas partes, servían para la propaganda, pero pronto serían olvidadas. La pareja necesitaba algo más duradero para perpetuarse en el recuerdo de la Nación. Así fue como se dieron sus nombres a provincias, ciudades, barrios, avenidas, calles, plazas, hospitales, museos, escuelas, estaciones ferroviarias, bancos, estrellas del firmamento y cuanto podía imaginar la obsecuencia ilimitada (12).
Pero tampoco eso bastaba. Mientras no llegara el día de cambiar de nombre a la ciudad de Buenos Aires y acaso al país, debía perpetuarse en piedra y bronce a los “creadores de la Nueva Argentina”.
Queda dicho ya como se gestó el monumento a Eva Perón. Debemos referirnos ahora a algunos detalles de esa glorificación “en vida”, y también al provecho que de ella quiso obtener el dictador.
La ley que dispuso la erección de ese monumento en la capital de la República y sendas réplicas del mismo en las principales ciudades del interior, estableció que debía ser costeados por el pueblo. Para la ejecución del primero se nombró una comisión nacional.
El 17 de julio de 1952, ésta inició sus deliberaciones en el Salón Dorado del Ministerio de Trabajo y Previsión. Se han conservado sus actas y gran parte de la versión taquigráfica de sus sesiones. De ellas nos valemos para la narración que sigue.
La “Señora” estaba muy próxima a su fin, pero no descuidaba “su” monumento. Quería que se levantase en la plaza de Mayo y tuviera dimensiones colosales. Aunque la cripta debía ser altísima, la entrada sería baja, semejante a la de la tumba de Napoleón, “para que los contreras se agachen” –según decía.
El lugar elegido para la erección no parecía apropiado. Era demasiado estrecho para las vastas proporciones del monumento. Pero “la Señora” insistía en aquel, y era preciso satisfacerla.
Se pensó, en voltear los edificios de Intendencia y “La Prensa” –“lo que es muy fácil”, dijo Cámpora –y en correr la pirámide- “corrida varias veces”, acotó Subiza-, pero de cualquier manera no había modo de ubicarlo.
La comisión no sabía cómo resolver el problema. La senadora Larrauri y el subsecretario de Prensa y Difusión, Apold, no cejaban en señalar la voluntad de la homenajeada: “Nosotros sabemos que la señora Evita quiere que lo hagamos en la plaza de Mayo”.
Alguien señaló que tal vez pudiera erigírselo en la intersección de las avenidas de Mayo y 9 de Julio, pero en seguida fue replicado: “La Señora insistió siempre en que fuera en la plaza de Mayo”.
Puesto que no había forma de tomar otra determinación, debió acatarse esa voluntad.
¿A quiénes se llamaría a concurso para la obra del monumento? ¿A argentinos o a extranjeros? Apold dudaba de que entre los primeros hubiera buenos escultores que también fueran peronistas. La “Señora” pensaba que no debía prescindirse de los extranjeros. Como surgieran algunas dudas sobre el particular, se sugirió que se la consultada. “La Señora habla y razona perfectamente –dijo Apold- y en cualquier momento se le pregunta”.
No hubo tiempo. Pocos días después se produjo el fallecimiento por todos presentido. Desde entonces perdieron importancia sus deseos. Restaban los del dictador, que en lo sucesivo se trató de interpretar fielmente.
En realidad, la elección del escultor estaba hecha, puesto que el italiano Leone Tommasi trabajaba ya en el proyecto, al margen de todo concurso y probablemente por encargo directo de Perón. De cualquier modo se creyó conveniente simular la competencia, y a ese efecto el ministro Dupeyron redactó una cláusula en los siguientes términos: “El proyecto deberá trasuntar, de parte de los participantes, artistas, escultores, arquitectos e ingenieros argentinos o extranjeros con no menos de dos años de residencia en el país, una profunda fe peronista y el hondo fervor que inspira la figura insigne de su jefe”. Y para que no existiere lugar a dudas, después de leer su proyecto, Dupeyron agregó: “Esto nos da a nosotros la pauta de poder eliminar, aún en los casos en que el proyecto sea el primero, si no responde el autor a lo que nosotros queremos que responda”.
Una vez aprobadas las bases del concurso, se remitió una copia al dictador para su aprobación. No obstante, en una reunión posterior (acta Nº 9) se le efectuaron modificaciones cuyo origen no consta, y luego ya no se trató más de él. En cambio, sin que se mediara ninguna explicación, en la sesión del 28 de agosto la presidente de la comisión se refirió a una entrevista con el dictador y a la visita hecha al estudio del escultor Tommasi. Algunos meses después se firmó el contrato con la empresa Barra y el escultor mencionado.
El monumento en que Tommasi trabajaba desde varios meses antes era el que debía erigirse al “descamisado”. Su figura principal representaba a un “trabajador”. ¿Cómo podría servir para perpetuar la memoria de la “Jefa”?
La comisión no sabía qué hacer. Al fin resolvió nombrar una delegación muy reducida a objeto de que pudiera vencer los “escrúpulos” del dictador y le indicara la conveniencia de que la figura exterior del monumento fuera de “la Señora”
No tuvo éxito. La razón que dio el dictador fue que la figura de la homenajeada no se reconocería, pues en tamaño tan grande resultaría ridícula. Claro que tal opinión la atribuyó al escultor, y toda vez que las reuniones de la comisión se trató del asunto, se tacharon en las versiones taquigráficas las expresiones que hicieran suponer lo contrario. El escultor Tommasi no pudo ser consultado por la Comisión Investigadora, puesto que no ha regresado al país, pero una serie de hechos permite sospechar con sobrado fundamento que el dictador, quería convertir el proyectado monumento en un homenaje a su persona.
En primer término, como es público y notorio por haberse publicado en su oportunidad la fotografía de la maqueta, el parecido de la figura exterior con la del dictador era notablemente acentuado y no pasó inadvertido a nadie.
En segundo término, la negativa al pedido de la comisión de cambiar dicha figura, dándole una razón pobrísima y no efectuándose ningún boceto que permitiera estudiar la modificación.
En tercer lugar, la imposición – o en el mejor de los casos el aprovechamiento- de un proyecto ya muy adelantado que el dictador encomendó directamente al escultor Tommasi.
En cuarto lugar, lo manifestado por Dupeyron, quien, según la versión taquigráfica del 23 de septiembre de 1952, expresó que “la intención del escultor es poner la cabeza del general”.
Y en último término, las constancias de actas, según las cuales se había provisto que en el mismo monumento descansarían los restos del dictador.
Desechada la idea del concurso, Tommasi quedó definitivamente encargado de convertir su ya estudiado monumento al “descamisado” –o mejor dicho, al trabajador con la figura de Perón- en nominal monumento a “la Señora”.
El costo aproximado que se había establecido para la obra era de ciento cincuenta millones de pesos, pero el ministro Dupeyron lo calculó entre trescientos y cuatrocientos millones. En la parte superior de la misma se colocaría una estatua del dictador, de 53 metros de altura con la cual el conjunto alcanzaría a 139 metros, o sea más que la estatua de la Libertad colocada a la entrada de Nueva York. Llevaría además 16 figuras de 5 metros de alto en mármol de Carrara de una pieza, que costarían 50.000 dólares por unidad.
Una importante empresa metalúrgica donó 400 toneladas de hierro, extorsionada al parecer por dos funcionarios de Control de Estado, según declaró su presidente. Los fondos recaudados superaron a los cien millones de pesos, no pudiéndose establecer con exactitud la totalidad del monto, porque algunas instituciones, como la CGT por ejemplo, manejaron a su arbitrio los percibidos por ellas y no cumplieron la disposición legal de depositarlos en la única cuanta autorizada, ni la rindieron a la comisión respectiva.
Como es sabido, el monumento emplazóse posteriormente en los jardines de la Recoleta, frente a la residencia presidencial. La voluntad de “la Señora” no se cumplió. La Revolución Libertadora impidió, por su parte, que se cumpliera la voluntad del dictador.
Nada hay más opuesto al espíritu sanmartiniano que la autoglorificación. No se concibe que el Libertador pensara ni permitiera dar su nombre a tantas cosas y lugares como lo hizo Perón, y menos todavía que admitiese o promoviese la eracción de monumentos con su figura.
Más hace pensar en Guzmán Blanco, aquel dictador de Venezuela que se hizo llamar “ilustre americano” y erigir en Caracas dos estatuas, junto a las cuales solía pasearse.
En cierta ocasión lo acompañó Miguel Cané, el autor de Juvenilla, quien ha relatado el episodio en una página que, por muchas coincidencias, nos permite recordar al lector.
Es la siguiente:
“-¿No le hace a usted, señor ministro –me dijo con un acento especial- un curioso efecto pasearse con un hombre, al pie de su propia estatua?
-A la verdad, señor, “es un caso original, que no me ha ocurrido nunca”
Si –añadió, y su fisonomía tomó una expresión de détachement completo de las cosas terrenas, un vago tinte de más allá-; si, es anómalo y admira al extranjero. No he podido evitarlo, o mejor dicho, no me he sentido con fuerzas ni con derecho para impedir que el pueblo glorifique su propia acción, que la providencia ha personificado en mi. Por lo demás, yo he entrado ya en la posteridad y ese homenaje es ya un juicio póstumo…
-Yo miraba a aquel hombre con la admiración profunda que me inspiran las dotes de que carezco, llevadas a su más esplendoroso desarrollo. El buen gusto, el tacto, la delicadeza moral, el sentido común, cual me aparecieron entonces como la triste impedimenta que nos obstruye a nosotros, los vulgares, el camino de las grandes situaciones y de las ilustres denominaciones…
Dos años más tarde, recibía en mi modesto cuarto del Grand Hotel, en París, la visita del general Guzmán Blanco, instalado en la capital francesa con su familia, en virtud de un vuelco político ocurrido en Venezuela, con caracteres de terremoto, por cuanto dio en tierra con las estatuas del “ilustre americano”, teniendo la posteridad, por ese accidente, que rehacer su juicio sobre el distinguido personaje. A ella lárdua sentenza” (13)


El mando sin término.

Las dictaduras no pueden fijarse plazos ni limitaciones. Tampoco admiten sucesores sino en los casos de muerte natural, porque en los otros, los de muerte violenta, aunque temidos, no quieren mencionarlos ni proveer a su solución.
Apenas Perón comenzó el ejercicio desembozado del despotismo, trazó el plan de sus reelecciones indefinidas, y a ese efecto dispuso que en la carta orgánica de su partido se incluyera una cláusula por la cual “en caso de que un afiliado ejerciese la primera magistratura de la República y en atención a que la Constitución Nacional lo designara como “jefe supremo de la Nación” será reconocido por igual calidad dentro del partido y en consecuencia se lo faculta para modificar las decisiones de los organismos”.
El mismo congreso partidario acordó auspiciar la reforma de la Constitución y recomendar la reelección del presidente y vicepresidente del la República. Sabido es que así se hizo, y que sólo el alzamiento de las fuerzas armadas y del pueblo en las jornadas de septiembre de 1955 pudo evitar la indefinida dictadura.
Muchas desventuras y una larga tiranía perduraban en el recuerdo de lo0s Constituyentes de 1853 cuando resolvieron que “el presidente y el vicepresidente duraran en sus empleos el término de seis años, y no pudieran ser reelegidos sino con intervalo de un período”. Disposición completada con la que establece que el presidente cesa en el poder el día mismo en que expira su período de seis años; sin que evento alguno que lo haya interrumpido, pueda ser motivo de que se le complete más tarde”.
En los noventa y tantos años de vigencia de tan sabias y prudentes disposiciones constitucionales, ningún hombre ni partido se hubieran animado a reformarlas. Por más ásperas y violentas que fueran las luchas de las facciones y las ambiciones de sus jefes, y por más vicioso el ejercicio de la democracia, aquellas cláusulas permanecerán intocables. Tiranuelos y dictadores de todo jaez había entonces en muchos países de nuestra América turbulenta, pero ninguno asomaba ya en la Argentina. Creíase que estábamos inoculados contra tal virus y sentíamos confesado orgullo de que todos nuestros presidentes, aún aquellos a quienes se señaló como oligárquicos, no se hubieran excedido ni una hora en el ejercicio del mando. La vieja patria de las horas difíciles y heroicas vivía en ellos, y la sangre derramada por la libertad en tantos combates, señalaba aún cómo se debían cuidar esos preceptos constitucionales.
Pero no hay ley que contenga al delincuente ni cerrojo que no haga saltar el ladrón. La dictadura volvió a aparecer en nuestra tierra, y lo primero que atacó fue precisamente esas cláusulas que la constreñían.
El país no evitó entonces tamaño atentado. El dictador lo tenía adormecido, y el miedo, paralizado. La obsecuencia y la ignorancia hicieron lo demás.


Su enriquecimiento.

En 1943, el jefe virtual del GOU no tenía otra fortuna que el sueldo de su grado militar y los pocos ahorros acumulados durante el curso de su carrera.
Seis años después, con tres de ejercicio de la primera magistratura, reunió en su despacho a periodistas nacionales y extranjeros con el fin de que presenciaran su entrega al escribano general de gobierno de la Nación, de la declaración jurada de sus bienes, previa lectura de la misma.
Los bienes declarados, que a esa fecha poseía juntamente con su esposa, eran los siguientes: una quinta con casa habitación en San Vicente, Buenos Aires, con dieciocho hectáreas; un automóvil Packard; efectos personales. Bienes testamentarios indivisos; establecimiento de campo en Sierra Cuadrada, Comodoro Rivadavia, con instalaciones y hacienda; una bóveda en el cementerio de la Chacarita y un terreno en el pueblo de Roque Pérez, Buenos Aires. Se declaró deudor, asimismo, del Banco Hipotecario Nacional por la suma de 50.000 pesos, de un gravamen sobre la casa quinta.
Al día siguiente de estallar la revolución, cuando la suerte de la Nación se iba a decidir por las armas y mientras exponían sus vidas militares y civiles –dijo la Suprema Corte al resolver sobre el destino del patrimonio acreditado después del 4 de junio de 1943-, el entonces presidente de la República solo se preocupó de la administración de sus bienes, ya notablemente superiores, otorgando ante el escribano Raúl F. Caucherón un poder amplio de administración a favor de Ignacio Jesús Cialceta y Atilio Renzi. La investigación posterior reveló que el presidente depuesto poseía, solamente en el país, una cuantiosa fortuna. Además de los bienes denunciados seis años antes, continuaba como propietario de la finca de San Vicente, pero con mejoras por valor de 3.410.000 pesos. Poseía, además los siguientes inmuebles: Gelly y Obes 2287/89, de ocho pisos y terraza; Callao 1944, con igual cantidad de plantas y 17 departamentos; Teodoro García 2101, con tasación judicial de 545.000 pesos; una finca en Casa Grande, Córdoba, con valuación fiscal de 160.000 pesos. Poseía, también, acciones del establecimiento Santa María del Monte, Buenos Aires, por tres millones de pesos, que Juan Duarte entregó a Héctos J. Díaz, presidente entonces del Banco de la Provincia de Buenos Aires, para ser depositadas con la manifestación de que “solo podía disponer de ellos Juan D. Perón”, acciones de la Territorial La Victoria S.A., del Uruguay, por 200.000 pesos oro uruguayo. En dinero, además de depósitos bancarios por 50.000 pesos, tenía a su sola disposición y sin cargo de rendir cuentas, la suma de 5.623.707 pesos correspondientes a la ex Fundación. Por otra parte, en sus diversas residencias se encontraron mil doscientos plaquetas de oro y plata, 756 objetos de platería y orfebrería, 650 alhajas, 144 piezas de marfil, 211 motocicletas y motonetas, diecinueve automóviles, un avión, dos lanchas, 394 objetos de arte, 430 armas antiguas y modernas, además de otros objetos valiosos.
El apoderado del ex mandatario, al presentarse ante la Junta de Recuperación Patrimonial, manifestó que todos esos objetos provenían de obsequios, por lo que le pertenecían en forma legítima, pero –señala aquella decisión- no acreditó que ese enriquecimiento haya tenido una causa jurídica válida. Este fenómeno de las donaciones –agregase- es extraño a las tradiciones civiles y políticas de nuestro país. Ningún presidente argentino ha recibido jamás tal suma de regalos de valor. No bastaría para justificarlo invocar su popularidad pues también fueron indiscutiblemente populares Mitre, Sarmiento, Sáenz Peña e Yrigoyen, y todos ellos dejaron el poder más pobres que en el momento de asumirlo.
La explicación de esa cantidad de donaciones reconoce otros motivos, y se basa en la enorme suma de poder que acumuló, aniquilando los derechos y garantías de la Constitución y suprimiendo el orden jurídico. Cuando esto llega a ocurrir en el país –dijo la Corte- los ciudadanos no disponen de derechos sino de concesiones de la autoridad, complaciéndose al poderoso con “donaciones” o con expresivas muestras de lealtad, así se organizaban por agentes vinculados al gobierno, colectas de fondos para regalos al ex mandatario o su esposa, como también adhesiones a su política y a su persona.
Es cierto que fueron donaciones, pero tuvieron una causa ilícita y, por lo mismo, ningún título legítimo puede fundarse con respecto a las cosas así adquiridas.
Razón se ha tenido al afirmar que la adjudicación al Estado de los bienes obtenidos por medios ilícitos o con causa ilícita, constituye una sanción que el derecho privado ha incorporado a los códigos modernos “El decreto 5.148/55 está dentro de la tradición jurídica al disponer que los enriquecimientos ilegítimos obtenidos por los funcionarios del régimen depuesto y sus cómplices pasen al patrimonio de la Nación. Mucho habría retrocedido moralmente la humanidad, si en 1957 un tribunal de justicia de cualquier país del mundo pudiese declarar legítimo lo que hace más de treinta siglos se denunciaba como corruptor y deshonesto”.
Con ser muchos los bienes que el dictador poseía en nuestro país, presumiblemente no alcanzan ni remotamente a los que dispone en el exterior. Aunque no ha sido posible investigar a este respecto, no cabe duda que fue el principal beneficiario de los grandes negociados hechos con su consentimiento, los cuales no tendrán sentido sin esa razón.


Su caída.

Las extralimitaciones, arbitrariedades, atropellos y vejámenes del dictador y, sobre todo, la certidumbre de que su régimen se haría cada vez más intolerable, preparó los ánimos para provocar su caída.
Las extralimitaciones, arbitrariedades, atropellos y vejámenes del dictador y, sobre todo, la certidumbre de su régimen se haría cada vez más intolerable, preparó los ánimos para provocar su caída.
Los ciudadanos que de buena fe habían creído en él se le alejaban; los trabajadores sin interés político dentro de los gremios, perdían la confianza en el causante del encarecimiento de la vida y de la reducción del valor de la moneda, o sea, de la efectividad de los salarios; los católicos comprobaban la sistemática persecución de que eran objeto; los sectores agropecuarios sufrían la explicación de las entidades monopolizadoras de la comercialización de sus productos; la industria y el comercio eran víctimas del dirigismo y la competencia estatal.
El dictador permanecía insensible a todo ello. Había conseguido desbaratar varios motines y vencer la revuelta armada del 28 de septiembre de 1951, dirigida por el general Benjamín Menéndez. Confiaba en sus recursos, en su ascendente sobre los trabajadores y en la insensibilidad de las fuerzas armadas.
De tanto en tanto hacía circular o permitía que corrieran versiones sobre la precariedad de su salud. Algunos especialistas extranjeros llegaban al país con el presuntivo propósito de examinarlo. La oposición se inclinaba a creer que graves males amenazaban su vida, y adormeciase a la espera de las consecuencias. Esto es lo que aquél quería. De pronto mostraba su vigor físico para dar confianza a sus partidarios y burlarse de los rumores.
En los dos últimos años de gobierno su capacidad y concentración para el mismo habían amenguado “a punto tal que era frecuente su distracción después de pocos minutos de prestar atención a un determinado tema, y su evidente aburrimiento para abordar problemas complejos. Solo se dedicaba a las tareas de gobierno hasta las diez y media u once de la mañana, contrariamente a lo que sucedía en su primera presidencia. Por las tardes se dedicaba a tareas que significaban, sin duda, una distracción más que un trabajo” (14).
Aunque el miedo o el interés hiciera callar a sus ministros y colaboradores, algunos advertían las fallas de su entendimiento, y lo juzgaban. Uno de aquellos, Alfredo Gómez Morales, expresó en su declaración ante la Comisión Investigadora: “Resulta evidente la extraordinaria sensibilidad electoralista del ex presidente, pero aun reconociendo este aspecto de su personalidad, entiendo que algunas medidas en materia económica, contrarias al interés general, las decidió más por su real desconocimiento del fondo de los problemas económicos y de su verdadera ponderación que por el conocimiento cabal de que estaba infligiendo un daño real a la situación del país”
Había estimulado la obsecuencia y el servilismo para lograr el sometimiento total del pueblo. No consiguió éste, y aquéllos lo alejaron de la realidad. Se creyó superior a todo y capaz de todo. Había llegado a lo que en un momento de clarividencia previó con acierto. Dijo entonces “Cuando un conductor cree que ha llegado a ser un enviado de Dios, comienza a perderse. Abusa de su autoridad y de su poder; no respeta a los hombres y desprecia al pueblo. Allí comienza a firmar su sentencia de muerte” (15).
El discurso del 31 de agosto de 1955 dio al país la certidumbre de que su primer magistrado estaba poseído por las pasiones más tremendas y dominado por el delirio exterminador (16). El ilustre cartel de Retz decía: “Después de ciertas faltas capitales, nada se puede hacer que sea sensato.” El caso del dictador lo confirmaba
Cuando se produjo la revolución quedó anonadado. Su verbosidad habitual no tuvo palabras para condenar el movimiento cívico militar ni para incitar a sus partidarios a defender el gobierno. Harto sabía que sólo el azar le permitió salir airoso el 16 de junio. La revolución del 16 de septiembre se le apareció desde los primeros momentos, mucho más grave. No confió en sus fuerzas ni en su gente. Convencido de que no podía vencerla, se apresuró para la fuga. Llamó al administrador de la residencia presidencial, y le dijo: “Vea Renzi, Yo no sé si me pueden matar, y pienso irme, alejarme del país, Yo le voy a dar el poder general de la Fundación Evita” (17).
Antes de abandonar su casa, el dictador tomó algunas providencias acerca de sus bienes. No tenía ánimo para más. A esas horas todavía se luchaba en Córdoba y otros sitios. Por haber creído en él, daban la vida sus más valientes partidarios, y por cumplir órdenes morían jóvenes soldados. A todos abandonó el dictador. En esa dura emergencia no imitó a Adolfo Hitler sino a Cipriano Castro.
En la mañana lluviosa del 20 de septiembre se asiló en la embajada del Paraguay, y doce días después partió hacia el exilio.
De quien se olvidó totalmente fue de Vigil Gheorghiu. El famoso autor de La hora veinticinco y de La segunda oportunidad, alojado en la residencia presidencial de Olivos, no supo qué hacer. Había sido contratado para escribir dos panegíricos del dictador, que, traducidos a varios idiomas, debían servir en el extranjero para la propaganda del “general de los descamisados” y, también, para mostrar al mundo el ejemplo de “los descamisados del general”.
La caída de su “héroe” dejó alelado al escritor. Ya no haría esos libros; debía buscar otro cliente. En espera de la “nueva oportunidad”, pergeñó unos cuantos artículos que algo muestran del ambiente y de los hombres que rodeaban al dictador.

NOTAS:
(1) La actuación del entonces capitán Perón en esos sucesos figura narrada detalladamente por él mismo en las “Memorias sobre la revolución del 6 de septiembre de 1930”, del general José María Sarobe. (Buenos Aires 1957.)
(2) En el libelo que Perón publicó en el extranjero después de su caída, ha dicho por el contrario, que la revolución del 4 de junio no tuvo contenido político, económico ni social, y que provocó el caos (capítulo II).
(3) Conocida es la carta atribuida a Perón, uno de cuyos párrafos dice: “Los trabajadores argentinos nacieron animales de rebaño y como tales morirán. Para gobernarlos basta darles comida, trabajo y leyes para rebaño que los mantengan en brete”. Recuerda esta opinión a la siguiente que el conde Ciano atribuyó a Mussolini: “Al pueblo italiano hay que tenerlo sujeto desde la mañana hasta la noche y darle palos, palos y palos”. Y también a esta otra: “para hacer grande a un pueblo hay que conducirlo aunque sea a puntapiés en el trasero”.
(4) Conducción Política, página 20.
(5) Conducción Política, página 21.
(6) Conducción Política, página 46.
(7) Conducción Política, página 253.
(8) Citado por Ibarguren en “Juan Manuel Rosas”, capítulo XII.
(9) Discurso del 5 de julio de 1946.
(10) La frase es del simpático padre Brochero, “el cura gaucho” popularísimo a principios de este siglo en las sierras de córdoba. Perón la citó alguna vez señalando su origen, pero después se adueño de ella y la hizo pasar por suya.
(11) De “La razón de mi vida” se imprimieron 1.388.852 ejemplares, según manifestación de la casa Jacobo Peuser, S.A. “El producto de la venta se transfería a la autora por liquidaciones periódicas, previa deducción del costo de impresión y papel empleado.
(12) Muy pocas veces se negaba la pareja gobernante a recibir el homenaje. Una de ellas fue cuando el Banco de la Nación decidió la subdivisión del campo de 10.000 hectáreas El Pelado, de Atucha, en Colón, provincia de Buenos Aires. El entonces presidente del banco hizo saber al dictador que se había dado su nombre a la colonia, y el de su esposa, a la escuela. En este caso ambos rechazaron la habitual obsecuencia; él, porque no quería que llevara su nombre un “barrio de latas” agrícola –textuales palabras-; y ella, en razón de que el precio de la escuela a construirse no iba a ascender sino a treinta y cinco mil pesos, no tolerando que su nombre se pusiera en ninguna obra de costo inferior a cien mil.
(13) Miguel Cané: Prosa ligera, “Mi estreno diplomático”
(14) Declaración del ex ministro Alfredo Gómez Morales en expediente “Degliuomini de Parodi, Delia s/ investigación general”, fojas 294.
(15) Conducción Política, página 28.
(16) Véase el Apéndice de este libro.
(17) Declaraciones de Atilio Renzi ante la Comisión Investigadora Nº 7 .

FUENTE
(*) Libro Negro de la Segunda Tiranía – Ley 14.988 – Comisión Nacional de Investigaciones Vicepresidencia de La Nación - Buenos Aires 1958 – Páginas 35 a 55.

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